Henry Chartier despertó de su profundo letargo al tiempo que sus familiares, reunidos en una habitación anexa a la suya, huían despavoridos. Tres se desmayaron en el acto. Contempló el espectáculo a través del gran cristal que le separaba del otro lado, el de los vivos. Henry, recién estrenada su condición de moderno Lázaro, alzó los pies por encima del ataúd y se incorporó de un salto.
-¡No os asustéis!- gritó. Suicidarme no estuvo bien. Prometo no volver nunca más a llamar la atención de una forma tan vulgar.
-¡No os asustéis!- gritó. Suicidarme no estuvo bien. Prometo no volver nunca más a llamar la atención de una forma tan vulgar.
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